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La República española

EL JUEZ ha imputado a la Infanta Cristina. Bien. Habrá que ver qué responde al fiscal, contrario a la decisión, y si se reafirma después de oír a la imputada. Más que la imputación, me preocupa la instrucción de ese juez Castro, en vivo y en directo. La instrucción del juez Castro y la de ese otro que instruye, a cada paletada de e-mails, el tal Diego Torres. Ninguna de las fechorías atribuidas al Duque de Palma iguala la de haber contado entre sus amigos y socios con ese hombre. ¡Y viceversa, claro! La Infanta imputada. Bien: deberá ir preparando abogados, papeles, encarando molestias. Estos trámites del Estado de Derecho y su conflicto.

En Francia acaba de confesar el ministro del Presupuesto. Nuestro Montoro. El que llamaba a la lucha contra el fraude fiscal. Confesó que mantiene desde hace décadas una cuenta en Suiza. ¿Imagináis Montoro? ¡El incendio, la desmoralización española! No sólo la cuenta es el problema. Hace semanas el ministro mintió al parlamento, reunido en sesión solemne para escucharle: «No tengo ninguna cuenta en Suiza», declaró. Evasor y mentiroso. Está en los titulares y estará durante bastantes días. No hay duda de que su gesto erosiona la democracia. Pero tanto como la fortalece. Es la democracia la que permite perseguir, descubrir y castigar estas conductas. No se cae el mundo, ni siquiera Twitter. Mucho menos la República. La oposición, severa pero calmada. Uno de la oposición alsaciana habla incluso de su comprensión y satisfacción, casi literaria, por que el ministro haya resuelto sus sentimientos enfrentados. Se trata de Francia, bien sûr. Pero está al lado.

La imputación de la Infanta sólo podría tener un talón de Aquiles particular. Y es que, en realidad, una infanta infanta no puede ser imputada. Una infanta infanta vive en un mundo al margen de las imputaciones, feísima palabra, por lo demás. Las infantas infantas pueden ir a la guillotina pero jamás al juzgado. El sentido profundo de la inviolabilidad no es que el Rey esté a salvo del castigo, sino que está a salvo del delito. Y algo así podría y debería decirse de su familia, aunque no les alcanzase formalmente la inviolabilidad jurídica. Pero esa superioridad mayestática acabó el mismo día que un Príncipe se casó con una locutora.

Por lo tanto, a aguantar. Sin dramitas. Como aguantan las repúblicas, y francesas.